Tarapacá patrimonial: el legado de las líneas del desierto
En pleno corazón del desierto de Atacama los vestigios de antiguas aldeas prehispánicas y el importante legado de los petroglifos y geoglifos revelan la historia de complejas comunidades agrícolas que abastecían con alimentos a toda la zona.
Ciento treina kilómetros al noreste de Iquique, camino a Colchane y siguiendo la quebrada del río Aroma, se encuentra Ariquilda (1000-1200 d.C.), un verdadero Nasca en pleno desierto chileno. Es el único sitio donde aparecen geoglifos (figuras que se construyen en las laderas de los cerros o en las planicies adicionando o retirando piedras de la superficie) con líneas que son perfectamente rectas, muy similares a las del famoso atractivo peruano. La más reciente sería una “banderilla” que, por su estética y técnica, correspondería a la cultura inca.
Este lugar, que se presume fue centro de peregrinación y rituales sagrados de las culturas prehispánicas, es de los más estudiados por arqueólogos y científicos. Hay figuras de rombos, flechas y hasta una pirámide que apunta justo hacia el famoso Gigante de Atacama, geoglifo ubicado en el cerro Unita. Con más detención es posible también distinguir camélidos, peces, lagartos y figuras antropomórficas en la superficie, todas apuntando hacia las grandes montañas, generadoras de agua.
Y es que en el desierto, el bien más preciado es el agua. Por eso el mayor secreto que se esconde tras los hallazgos de geoglifos y petroglifos son sus enormes terrenos cultivados, donde a principios de la era precristiana se producía un intenso tráfico de caravanas que se abastecían de vegetales frescos y que se dirigían con destino a la costa o el altiplano.
Entre las líneas y figuras aparecen también refugios hechos en la tierra, donde los integrantes de estas caravanas pernoctaban. Con piedras cuidadosamente puestas, sus moradores se protegían del viento y pasaban la noche para, luego, seguir la jornada.
Las huellas dejadas por el paso de las llamas en estas rutas troperas aparecen en todas partes y sentidos y, si se observa con atención, en varios sitios aparecen geoglifos y petroglifos, tal vez un código común para orientar e informar en el desierto a las caravanas durante sus largas y agotadoras jornadas. Quizás también eran lugares donde se realizaban rituales de agradecimiento a la Pachamama.
Aldeas en el desierto
Al interior del pueblo de Huara quedan las huellas de esos cultivos que movían por el desierto a la gente en busca de alimento. En las inmediaciones del Gigante de Atacama está la figura de un camélido, de 30 m de largo, que fue descubierta por un experto que estudiaba imágenes satelitales buscando indicios de asentamientos humanos. Al sur de ese lugar hay lomas con trozos de cerámica preinca, adornos de plumas, puntas de flechas, corontas de choclos y trozos de textiles, junto con las impresionantes momias, que fueron sepultadas junto a algunos de sus escasos bienes.
No lejos de ahí, siguiendo el camino que une la Ruta 5 con Huatacondo y a escasos 100 metros de la carretera, aparece la aldea prehispánica de Ramaditas, muy similar a la de Tulor, cercana a San Pedro de Atacama. De 2.600 años de antigüedad, sus habitantes desarrollaron estrategias de supervivencia hasta entonces impensadas en la zona, como la metalurgia del cobre y complejos cultivos agrícolas.
Nuevamente impresiona este villorrio en medio de la nada, donde a escasos metros de sus edificaciones circulares, hechas de piedras y bolones unidos con barro y arcilla, nacen elaborados canales y sistemas de riego que habrían abastecido de agua a más de 600 hectáreas de plantaciones entre quínoa, maíz, algarrobo, poroto, chañar, amaranto y calabaza.
Siguiendo el curso de la Quebrada de Huatacondo, hacia la montaña, sorprende el poblado de Tamentica, donde los nómades del desierto, que transitaban con sus rebaños de llamas y alimentos a cuestas, dejaron plasmados en las rocas de las quebradas petroglifos con figuras antropomorfas, geométricas y de animales diversos. En aquella época el desierto era mucho más húmedo y con las lluvias que bajaban desde las zonas altiplánicas ellos lograban mantener, en algunos sectores con pendientes leves pero de grandes extensiones, una agricultura estable.
A menos de cinco kilómetros de ahí, desviándose hacia el sur por el camino de penetración minera, se llega a la Quebrada de Pintados, la que aparece con una zona de transición por donde las caravanas, provenientes del altiplano, se desplazaban hacia la pampa profunda. Aquí, en la filas de los cerros, se encuentran diseñados rebaños completos de llamas, a modo de “señalética”, enseñando el camino correcto a los ruteros.
Por esta razón los geoglifos siempre están acompañados por las huellas y surcos que dejaron los rebaños de llamas cargando mercancías, las que serían intercambiadas más tarde por otros productos con los habitantes de la costa o de las zonas altas de la puna.
Finalmente, el yacimiento de geoglifos más importantes del país está en el cerro Pintados, 90 kilómetros al sur de Iquique. Un gran anfiteatro pétreo con más de 300 figuras que van desde las pirámides escalonadas, tortugas, lagartos, soles, llamas, tiburones y figuras abstractas que plantean interrogantes y numerosas teorías.
Un verdadero arte, pero también una creación de enorme valor para las comunidades que eran guiadas por estos petroglifos y geoglifos, siendo un importante vehículo para su supervivencia.
Viaje al Pasado en Atacama
Estaba parado sobre una enorme planicie, rodeado de pequeñas rocas tan secas que incluso algunas, se habían partido en fragmentos por el sol inclemente, como si se tratara de guijarros de arena. Giré mi cabeza en torno al horizonte y pensé, mientras escuchaba los latidos de mi corazón, “¡aquí realmente no hay nada!”. Ningún vestigio de vida podía existir en tal desolación. Luego caminé hacia la camioneta y me trepé sobre la cabina, miré nuevamente el horizonte, tratando de encontrar un soplo de vida; un árbol reseco, un techo luminoso a distancia o simplemente un espejismo, y ni siquiera eso pude hallar. Me preocupaba la suerte de Pablo Cañarte, el guía que me había traído hasta estos peladeros y que se había internado con un GPS en malas condiciones hacia lo profundo del desierto. Lo vi desaparecer entre las olas calcinantes de calor. Pero ya habían pasado dos horas y no regresaba, y aunque él era experto en estas materias, no eran pocos los relatos de los que se habían aventurado en las profundidades del Atacama y nunca habían regresado. Pues el desierto los atrapa, los confunde y desorienta, hasta dejarlos secos, sin vida.
Se han encontrado restos de personas, con sus ropas y pertenencias intactas, fallecidas décadas atrás, en un desierto tan mezquino que no da albergue ni a los depredadores; aquí no hay nada, ni siquiera ínfimos insectos, ningún vegetal logra sobrevivir, es la zona árida más seca del mundo con más de 300 días despejados y lugares en donde no se han registrado nunca precipitaciones, a diferencia de áreas costeras, donde aparece la camanchaca (una neblina proveniente de la evaporación marina) y con ella el musgo, los cactus y otros vegetales. El suelo es a veces tan duro y compacto que por trechos se diría de piedra, ni siquiera con polvo superficial; otras zonas están cubiertas de pedruscos filosos como navajas haciendo más dificultoso aún el tránsito de vehículos o la caminata a pie, en burro o caballo. En lugares como estos los colonizadores acompañantes de Diego de Almagro y Pedro de Valdivia cubrieron las extremidades de mulas y perros con fundas de cuero y metal. Solamente el hecho de pensar en que estos invasores tuvieron que internarse en 261.000 Km². de soledad y dificultades hiela la sangre. Pues se esta en frente del desierto más grande de las Américas y es muy probable que esta gente ni siquiera imaginaba lo que tendría por delante.
De pronto vi aparecer la diminuta figura vibrante de Pablo Cañarte en el horizonte. “fue muy interesante” me dijo al llegar a la camioneta, “encontré unas vasijas rotas, restos de alimentos y algunas pictografías”, señaló, “además encontré nuevas rutas troperas”. Nos subimos al vehículo y me enseñó que el desierto, al contrario de lo que se piensa, esta colmado de viejas rutas y vestigios que dejaron las antiguas culturas que se desplazaban por las pampas con total soltura. “Los atacameños o nativos del desierto, dispusieron para facilitar su transito, tambitos o lugares de reposo; pequeñas pircas de piedra donde guardaban provisiones y agua fresca para las otras caravanas”- dijo mientras intentaba tragar unos sorbos de bebida tibia y sin gas- “Estos lugares de descanso se encontraban distante el uno del otro, a no más de cinco kilómetros. Con la llegada de los españoles estos se distanciaron a diez kilómetros y más, dando inicio a la muerte de las rutas troperas”.
A poco andar, nos bajamos del vehículo y Pablo me guía hacia una pequeña colina donde habría vestigios humanos, en las inmediaciones de la nortina ciudad de Pica. Ahí comenzamos a hurgar el terreno, removiendo la arena con mi pequeña brocha comencé a desenterrar un tejido, un textil muy hermoso y al parecer, proveniente de algo mucho mayor que yacía enterrado. De pronto, aparecieron las falanges y luego el resto de la mano de lo que fuera un nómada, o un pastor del desierto. A medida que la brocha removía la arena, iba quedando al descubierto una persona con algunos restos de vasijas y semillas. Se trataba de un ciudadano común, por lo sencilla de su sepultura. Más tarde, el arqueólogo de la expedición señalaría que todos estos entierros databan entre 600 y mil años atrás, por lo que estas personas nunca tuvieron contacto con español alguno, pues cuando muchos de ellos fallecieron faltaban cien años o más para la conquista. Este intenso tráfico fue posible gracias a que el Atacama no siempre tubo un pasado árido y al gran conocimiento y destreza de los primeros habitantes para adaptarse al medio; en numerosos lugares aparecen piletas y posones secos, por donde se nota que el agua fluía erosionando el terreno y donde rebaños de camélidos se refrescaban y alimentaban en las quebradas. Los nativos de la puna traían sal a los nativos del mar, los asentamientos que se dispersaban por la costa del Pacífico, y ellos a su vez le proporcionaban pescado y productos del océano al hombre andino. Ese intercambio llego a ser tan intenso que quedaron registradas por todas partes las huellas bien definidas de las caravanas, lo que hoy llamamos, huellas troperas. Resulta increíble ver estas pequeñas depresiones dejadas por las llamas tantos cientos de años atrás, se ven tan resienten, tan frescas, tanto que casi se puede oír a los pastores guiándoles entre las dunas y pedregales.
Registros gráficos de esta actividad hay bastante, si es que se busca, y Pablo me guía hacia la quebrada de las pictografías, en los altos de Pica. Para acceder a ella hay que bajar por una depresión rocosa y se llega a un verdadero anfiteatro de frescos, donde a medida que se desciende por el lecho seco de la quebrada se van encontrando las pinturas en las hendiduras de las rocas. Estas concavidades eran escogidas por los nómadas porque ahí encontraban resguardo del intenso frío nocturno y calor del día. Grutas y aleros donde encontraron protección, acomodando el duro medio a su hábitat. El suelo guarda el testimonio de basurales, dormitorios, fogones, talleres líticos y más cementerios. En las pinturas se puede ver a pastores con sus rebaños de llamas y canes, en plena interacción de los nómades con su entorno. En estas quebradas, esparcidas por la inmensidad aparecen estas pinturas, donde usaron tierras de diversos colores, pigmentos aplicados directamente con las manos o mediante sopladores tubulares, o con rústicos pinceles y en casi todos los casos aprovechando diluyentes, aglutinantes o pegamentos como aceite animal o agua.
Me siento en una de estas pequeñas grutas y dejo las cámaras en el suelo, entrecierro los ojos e intento, por unos minutos, imaginar el lugar en aquella época, con posones donde crecen cañas, y los atacameños con sus vasijas y fardos de alimento dando de comer a sus rebaños, otros con las manos entintadas, los primeros artistas de las bastedad plasmando un legado, en torno a un fogón o entre los cueros estirados de llamas y vicuñas.
Generalmente aparece un solo color, el rojo ladrillo, pero en muchas de estas representaciones aparecen policromías. Con todo, otra gama de obras se manifiesta sobre las rocas como petroglifos, los que conseguían por medio de la percusión con otras piedras más duras. También aparecen esparcidas por los roquedos los geoglifos, que corresponden a acumulaciones de piedras y bolones dispuestas unas junto a otras y representan muy diversos diseños antropomorfos, zoomorfos o abstractos. En muchas situaciones el geoglifo incluye el raspado del terreno arenoso dando forma a las figuras de mayor tamaño. Figuras concéntricas acompañadas de lagartos agazapados al terreno nos llenan de interrogantes en la quebrada del infiernillo. Mientras, el motor de la camioneta hierve y amenaza con fundirse, la arena y un fino polvillo nos detienen cada diez metros, obligándonos a empujar el vehículo. Sin embargo, nuestras elucubraciones nos abstraen del problema. Pablo añade entre empujones y tirones; “tal vez representaciones estelares, o simplemente el resultado de estimulantes y drogas andinas o quizás un autentico mapa sobre las planicies para guiar a otros, nunca lo sabremos con exactitud”.
Sin embargo, hay certeza de que las más primitivas manifestaciones de arte rupestre han sido los objetos de uso domestico. Aquellos que como ropa, sombrero o calzado le permitieron desde tempranas edades afrontar las alternativas climáticas; luego sus útiles de caza, de alimentación, de transporte, hacia los cuales, más allá de la estricta finalidad utilitaria, volcó el don creativo de plasmar la belleza que lo rodeaba. Pero muy luego, aún cuando ha sido difícil precisar las fechas, emergieron las manifestaciones rupestres sobre las que no ha sido del todo sencillo explicarlo todo con facilidad.
En muchos casos los motivos son fácilmente identificables. Allí están los camélidos, el ñandú (avestruz andino), zorros, perdices y gatos monteses, ballenas, cachalotes, gran diversidad de peces, culebras, lagartos y pequeños roedores, aves y batracios, plantas y frutos. Muchas de estas figuras del entorno aparecen representadas en la cerámica diaguita, que se desarrolló con fuerza desde el año 900 hasta aproximadamente el 1.470 en la zona septentrional del Atacama. Una muestra maravillosa de este arte se puede apreciar en el museo antropológico de La Serena. Los finos detalles y equilibrados colores contrastan con la simpleza de las piezas encontradas en zonas más áridas, donde al parecer la subsistencia no daba cabida a manifestaciones más detalladas del entorno.
Prueba de ello ocurrió cuando regresábamos de una intensa exploración hacia las quebradas, nos detuvimos en uno de los tambitos que están demarcados por el equipo, nos pusimos a caminar en círculo, distanciándonos en forma concéntrica el uno del otro, hasta que Pablo me llama y enseña una vasija en el piso. “Este jarro permaneció en esta desolada pampa por cientos de años” dice con voz entusiasta. Y un poco de arena en su interior y el estar fijado al piso como por un pegamento denotan que nada lo tocó en un largo periodo. Ahora descansa en el museo de Pica, al resguardo de saqueadores y turistas inescrupulosos.
Sin embargo, y a pesar de lo excitante que resultaba descubrir y explorar el desierto, no imaginaba que me regalaría más sorpresas y hallazgos, pero esta vez tendría que viajar en el tiempo millones de años atrás, a eras remotas, donde todo este entorno ni siquiera existía, pues se trataba de un paisaje selvático, caluroso y húmedo, con abundante vegetación, ríos y lagunas, donde animales descomunales se perseguían y cazaban, reproducían y morían por un periodo de 250.000.000 de años. Me sentía como redescubriendo lo que ya conocía, el mundo de los dinosaurios, pero este ejercicio resultaba fascinante dado el entusiasmo de los guías, quienes no dejaban de enseñarme mapas, guías de campo y libros sobre lo que me tocaría registrar.
“La quebrada de Chacarilla recientemente fue declarada por el consejo de Monumentos Nacionales como Santuario de la Naturaleza, el primero de la región de Tarapacá” me dijo Cañarte orgulloso mientras la camioneta se trepaba por las rocas hacia pedregales. Algo sorprendente ocurre al internarse en semejante paraje, ya que el entorno es en sí, un viaje al inicio, pero ya no hablamos de cientos o miles de años, esta vez nos trasladamos en el tiempo a millares de años atrás, cuando la cordillera de los Andes no existía. Losas verticales, ríos secos y escurrimientos de lava primigenia nos dan la bienvenida. Aparecen insectos, libélulas y algunos reptiles, como lagartijas huidizas, pero pronto desaparecen al tomar altura, pues ya nos adentramos en el terreno de los dinosaurios.
Chacarilla es curiosamente el único sitio donde aparece, en los desfiladeros de los cerros que la forman, interacción de numerosas especies de dinosaurios. Desde grandes vegetarianos hasta predadores de peso, como el giganotosaurio, que se creía no vivía en estas latitudes. Vasta con mirar la distancia entre las pisadas para imaginar el tamaño descomunal del animal. Hay tantas huellas que no resulta difícil suponer la carnicería que debe haber sucedido.
Nos subimos a gatas por algunos escurrimientos de piedras y llegamos a la misma falda de las huellas, que ya en muchos lugares, aparecen verticales. Pablo se dobla como un reptil y me muestra algo que llama su atención, apuntando hacia unos pliegues en el fango. “Este no es cualquier barro fosilizado. Se trata de ondulitas y fueron producidas hace más de cien millones de años por lo que fue un curso de agua, que al golpear repetidamente el barro fue produciendo este fenómeno”- señaló- “también se formaban alrededor de las pisadas de los dinosaurios que chapoteaban en el fango!”. Pero hay algo más interesante aún, un sector secreto y desconocido para los afuerinos, donde la paleontóloga Karen Moreno, de la universidad de Bristol, tiene sospechas de haber encontrado “algo grande”. Después de una dura caminata entre las rocas de la montaña llegamos al epicentro de una interesante teoría. Existe la posibilidad que una huella se trate de la marca dejada por un dinosaurio acostado, “hay ciertas regiones de esta marca que sugieren la forma de un vegetariano, además de la presencia de improntas ovaladas que podrían interpretarse como marcas de placas óseas” me explica guardando un silencio respetuoso, como si estuviéramos en la nave de una catedral. También podría tratarse de las huellas dejadas por un árbol caído, y lo que parecen marcas óseas sean en realidad piñas.
Los fósiles son los restos de lo que alguna vez tuvo vida o interactuó con ella, y para encontrarlos hay que tener un ojo experto. Cuando uno busca estos restos hay que tener visión global del entorno, tener conocimientos de geología resulta fundamental para saber en que estratos geológicos pudieran hallarse. En el Atacama hay algunos sectores donde es posible encontrar fósiles aún más antiguos que las pisadas de los dinosaurios de Chacarilla. El cerro Longacho, da el nombre a una formación geológica que servia de " dique " para las aguas que bajaban desde el Altiplano. Los fósiles encontrados ahí son principalmente Amonites, y Trilobites, remontándonos a tiempos geológicos difíciles de comprender, pues estamos en los albores de un gigantesco mar donde estos seres vivían hace más de cuatrocientos millones de años, pues faltaban doscientos millones de años para que aparecieran los primeros dinosaurios sobre la faz de la tierra. Estos invertebrados marinos caben en la palma de la mano, pero hay algunos del tamaño de un balón y más.
Sentado en la habitación de mi hotel, miro la puesta de sol en el gran Atacama, una tierra yerma en apariencia, pero tan abundante de vida; hay que internarse en ella para descubrirla.
Paleontóloga Srta. Karen Moreno.
University of Bristol
Earth Sciences Department
Bristol, BS8 1RJ, U.K.
Experto de campo Sr. Pablo Cañarte González.
Cel: 09-2641300
Oficina: (57)-434601 Iquique-Chile
Recorrido por el Ausangate, la Montaña Mágica, Perú.
Caminamos entre grandes montañas, un paisaje aparentemente agreste pero rebosante de vida y detalles que van apareciendo a medida que se avanza; grandes lagunas de azul turquesa, esmeraldas y palestras rocosas enormes que se alzan desde lo profundo de la tierra, como descomunales uñas que tratan de rasgar el cielo. Acompañándoles, moles de hielo eterno, macizos que sobrepasan los 6.000 metros de altura y que corresponden a una de las cordilleras más imponentes del planeta. El lugar, la cadena montañosa de Vilcanota, donde Ausangate y Cayangate, dos apus sagrados o montañas ancestrales del Perú, rigen la vida del hombre andino.
Romario Huamán Quispe es el típico joven de los altos andes peruanos. De mirada limpia y transparente sabe preparar el fuego cálido con coirón y guano cuando cae la fría tarde, cocinar meriendas diversas y también a sus escasos dieciocho años, ya sabe que para sobrevivir en condiciones tan agrestes, soportando temperaturas menores a los -20 ºcelsius en la época fría, hay que respetar los ciclos de la naturaleza y cuidar como oro lo más preciado del hombre andino, el rebaño de animales.
Sentado en cuclillas y con las manos estiradas hacia el fogón, miro absorto el interior de la rústica casa de Romario. Con pequeñas ventanitas como escotillas y con innumerables recortes de periódicos y revistas como recubrimiento en las paredes, la habitación principal hecha de piedras, barro y yeso, alberga en su interior algunos rudimentos de cocina, cuerdas artesanales y una mesa tallada de una gran piedra traída de los alrededores. Al fondo, una pequeña puerta por la que es necesario agacharse da la entrada a una cálida habitación, donde se duerme no en camas, si no que en un relieve del suelo que se cubre con muchos cueros de ovejas y llamas. Aunque afuera el sol brilla, las casas de los altos andes son obscuras, la única luz que domina es la de la cocina y la de lámparas de aceite. La techumbre de coirón entretejido a absorbido años de humaredas e historias junto al fuego y ya solo deja ver algunas cebollas colgando o artesanía olvidada.
La madre de Romario, de rodillas al igual que yo, pica papas y prepara en forma mecánica los alimentos para la familia Huamán Quispe. Habla, como la gran mayoría de las personas de edad del altiplano, únicamente quechua y sólo puedo entender sus gestos. La luz de la fogata ilumina su rostro ajado, el que se confunde con las paredes. Mientras, un pequeño y juguetón cuye descansa su peluda cabeza en mi rodilla, algunos pasan corriendo por entre las ollas sin saber que se convertirán en el almuerzo. El joven riéndose dice, “ estas son las mascotas de la casa, las traemos desde el poblado de Tinqui, y aquí se crían bien, hasta que están bien para la olla, son mejores que el conejo”. Aun no aclara y decidimos tomarnos un mate de hojas de coca, para evitar el mal de altura y esperar el amanecer.
Comenzamos nuestra jornada hacia comercocha o laguna verde, una de las tantas maravillas de esta desconocida ruta. Deberíamos llegar a ella después de cuatro o cinco horas de marcha, pero todo dependerá del estado del sendero. “El año pasado hubo derrumbes y se cortaron varias sendas” dice mi guía mientras amarra la carga a uno de sus mulos, “ y a veces las bestias se asustan de no ver el camino y se regresan a la casa, dejando las cosas tiradas por el monte”. Mientras, un grupo de alpacas sale lentamente de su corral, donde han pasado la noche y el gélido viento les a congelado la lana del lomo, dándoles un aspecto divertido.
Con las manos rodeando el mate para desentumecerlas, observo semejante paisaje, que calmo y que armónico. El silencio andino congela mis oídos, el cielo cristalino permite distinguir una luna creciente aun con los primero rayos del sol. Tras este panorama, el macizo Ausangate, de 6.400 metros corta el cielo en dos, penetrando como un gigantesco y filoso diamante sobre el firmamento. Los ojos se rehusan a entender semejante maraña de hielos petrificados y transparentes que se descuelgan en glaciares y avalanchas como estalactitas desde el mismo borde del paraíso. Aunque para Romario Huamán este espectáculo es familiar, no deja de repetirme lo hermoso que es para él, toma un sorbo de mate y mirando con sus ojos brillantes lo alto de la montaña me dice, “esta es la montaña más linda del mundo, aquí tenemos todo, comida, terrenos para pastoreo y Ausangate que nos cuida”. Me impresionan sus palabras, ya que sin duda no necesita conocer otro lugar en el mundo para ser tan feliz.
La vida en las alturas transcurre lenta e inexorablemente. En las pasturas, los habitantes de la localidad de Pacchanta salen desde sus chozas a cumplir con sus labores diarias. Se nutren principalmente de las alpacas, que les proporcionan carne, cuero, guano como combustible y lana, con la que fabrican gran parte de su colorida vestimenta y cuerdas para los arreos. Tampoco pueden faltar una pareja de mulos para cargarles con sacos de víveres o transportar alimento para los animales. Las familias de Pacchanta además, tienen afluentes de aguas termales, donde han construido una gran piscinas para bañarse, la que a diario, comparten todos sus habitantes. La papa es preparada casi a diario, ya sea en sopas o guisos, o con cáscara y deshidratadas, lo que llaman “papa fría”. Romario se explaya, “disponemos en el suelo una capa de pasto seco y encima, los tubérculos para que con la llegada de las heladas nocturnas pierdan el agua, quedando harinosas y duraderas” mientras me habla, se cala su sombrero que el mismo ha hecho de mostacillas y lana de alpaca, a la antigua usanza.
Me arranca de mi contemplación y trae a Villafuerte, uno de sus mulos para iniciar el viaje y no perder más tiempo. Por delante hay que recorrer una serie de lagunas, llegar hasta la base de un enorme glaciar y visitar una mina de yeso que usan los locales para obtener materia prima para pintar sus casas siempre blancas.
A medida que ascendemos por un cañadón rocoso cubierto de pastos achaparrados, van apareciendo numerosos rebaños de alpacas. Las hembras acompañadas de sus curiosas crías, salen a recibirnos. Adaptadas a una alimentación de bofedal -lugar húmedo- en el Perú hay más de tres millones de estos rumiantes, la mayor población en Sudamérica ya que se desarrollan muy bien entre los 3.000 a 4.800 metros de altura. También aparecen las infaltables vizcachas, las que paradas en lo alto de las rocas, observan nuestro tranquilo avance. Aunque la avifauna del lugar es escasa, es imponente; águilas, aguiluchos y rapaces menores como el tiuque son los reyes del aire, pero sobre ellos, domina las alturas el cóndor. Además es posible ver guayatas, patos silvestres, quilinchas y algamares, estos últimos similares en su silueta, a un ibis.
Estamos a mediados de Junio, la época de buen tiempo en el altiplano. La presencia del cruel invierno Boliviano se hace sentir desde Noviembre a Marzo, donde las lluvias provocan derrumbes y crecidas tremendas en los ríos. Sin embargo, algunas lagunas hasta bien entrada la tarde conservan una gruesa capa de hielo que las petrifica como espejos gigantes.
Villafuerte es un gran mulo, pero después de varias horas sobre su lomo es necesario detenerse y recuperar energías. Hemos llegado a la gran comercocha o laguna verde, la que es abrazada por el nevado cayangate, nutriéndola de su hermoso paisaje y de aguas de sus deshielos. Mi guía andino abre una pequeña bolsa de cuero de hígado donde porta los alimentos adecuados para una merienda de altura; frutas deshidratadas, maíz tostado, papa fría, mucho té y unos trozos de cuye cocido son obligados para una jornada por las montañas. Me comenta, mientras masticamos nuestras raciones, que sus antepasados incaicos lograron llevar desde estos apus o nevados sagrados el agua hasta el mismo Cuzco, distante del lugar unos 160 kilómetros al oeste para los baños reales de sacsayhuaman. El terreno casi impermeable impidió que el agua que escurría por entre las canaletas de piedra fuera absorbida en su largo recorrido. La pregunta es, ¿como calcularon la pequeña pendiente?. Sin duda, otra de las sorprendentes hazañas de la cultura incaica.
Continuamos nuestra travesía andina a través cañones erosionados por la presencia de antiguos glaciares que rasparon la piedra. De pronto, entre las patas de Villafuerte cruzan cuncunas naranjas que se dirigen cerro abajo. Resulta curioso, han aparecido de la nada y de pronto todo está invadido por estos invertebrados y muchas son arrastradas por los esteros. Romario me comenta que con la llegada de las lluvias se puebla el lugar de flores y mariposas.
Lentamente los trancos de los mulos se van tragando el paisaje y visitamos morococha, donde alguna vez, según el guía, cayó un gigantesco meteorito para darle vida. Yanacocha, la pequeña de aguas translúcidas y donde abundan infinidad de renacuajos. Seguidamente Alcacocha, una extraña y alargada laguna de tres colores, donde Romario decide que es optimo armar campamento. Fatigados, esperamos la llegada de la noche que se deja caer como una gran manta oscura. En pleno sueño, nos despierta un ruido sordo y una extraña vibración en el terreno, me siento automáticamente sobre mi bolsa de dormir y asustado abandono la tienda. Romario me tranquiliza explicándome que son las avalanchas del Ausangate, y que de lo único que debemos preocuparnos es de calmar a los animales, los que han arrancado de regreso a casa. La situación es delicada y tenemos que correr por más de dos horas para poder atraparles en la oscuridad de la noche.
Al despuntar el alba, nos encontramos nuevamente en el campamento y continuamos con la jornada para cruzarnos en las inmediaciones de pachas, o lugar del yeso, con Clarimir, un tío lejano de mi guía que vive a los pies de sibinacocha, una gigantesca fosa lacustre de altura. Nos detenemos a conversar con él en una parada obligada donde intercambiamos, como costumbre andina, algunas provisiones y anécdotas. De frente amplia y cuajada por el sol, Clarimir apenas balbucea algunas palabras en Español. Me explica entre gestos y señas que se dirige a Pacchanta, donde encontrará forraje ya que los alimentos han escaseado en su casa, en la zona de la alta puna. Por sus animales, puedo entender la gravedad de sus palabras, los que con sus costillas clavadas al espinazo, se alejan raudos montaña abajo, como si supieran que en la planicie los espera su merecida recompensa.
A medida que avanzamos, la amistad con Romario, a pesar de los problemas idiomáticos, se hace más fuerte, y es que el hombre andino no tiene tapujos en decir lo que le molesta o agrada, y resuelve de inmediato las posibles diferencias.
Proseguimos hacia ocacocha y uturungo, esta última la menor de las lagunas pero no por eso menos bella. Ahí numerosos rebaños aprovechan de ramonear la escasa vegetación. Atrás queda también azulcocha o laguna azul, la que presenta una gruesa capa de hielo reflejando las montañas. Mi guía no se detiene, y noto en su rostro una cierta expresión de pesar. “Esa es la más peligrosa” -sentencia Romario- “ tiempo atrás perdimos veinte alpacas porque sin saber, y buscando que comer se pusieron a caminar sobre azulcocha, las encontramos una vez que se derritió el hielo”, esto significó una gran perdida y años de trabajo, un episodio que Romario y su familia sin duda desean olvidar.
Finalmente llegamos a la última de las lagunas del recorrido, queluacocha. Estamos todos exhaustos y debemos rápidamente ubicar un pequeño rebaño de alpacas que se debe arrear y cuidar durante la noche. Años atrás, me comenta, los robos de animales eran frecuentes, pero con el fuerte aumento de destacamentos policiales en las zonas altiplánicas y la disminución del terrorismo el problema para ellos ya casi no existe, pudiendo dejar pastar grandes rebaños preocupándose sólo de guiarles a zonas de bofedal.
La tarde cae y el majestuoso Ausangate se muestra rojizo y vaporoso. Nos acercamos al último corral de la familia Huamán, donde como es costumbre, hay una pequeña habitación construida de piedras mezcladas con barro y cubierta de pajonal extraído desde las mismas lagunas. La cocina es obligada en estas avanzadas y es básicamente una cavidad de barro con dos orificios en donde se disponen las ollas y una entrada lateral para proporcionar el guano de alpaca, que arde increíblemente. Para dormir se disponen cueros de oveja en el piso, que resultan ser un excelente aislante del frío suelo, muchas veces cubierto por una capa de hielo. La pequeña habitación tiene un orificio en el techo, dispuesto ahí para que salga el humo, pero también útil para ver las estrellas y soñar con las maravillas que traerá el próximo día.
Qoyllur Rit ´ l o Estrella de la Nieve
La Gran Fiesta Religiosa del Perú.
“¿Quiere un burro amigo?”, fue lo primero que me dijo el muchacho cuando bajé del autobus con mi pesada y polvorienta mochila, después de un largo y zigzagueante viaje desde Cusco subiendo y trepando las montañas. La noche caía helada en Mahuayani, el último poblado antes de ascender a las alturas del Colquepunku, la gran montaña sagrada. Algo confundido por las innumerables curvas y la muchedumbre, que a pesar de que eran las tres de la madrugada se agolpaba en tiendas de lona improvisadas, me aferré al guía quien velozmente amarró mis equipos sobre el asno.
Lentamente nos incorporamos a una larga procesión de personas que subían la pendiente guiados por la fe y la luz de la luna, en una noche de cantos y silbatos a la distancia, como preparándose para la gran algarabía. La fatiga andina no se hizo esperar y a poco andar tuve que asirme literalmente de la cola del asno para no caer por el cansancio y el sueño. Durante tres o cuatro horas la interminable caravana no se detiene y los concurrentes parecieran ir guiados por una gigantesca mano invisible hacia las alturas. Una larga procesión, cada uno cargando sus culpas a cuestas, otros sus agradecimientos por los favores concedidos.
Con gran estruendo de fuegos artificiales y petardos que resuenan en el valle van apareciendo carpas regadas a lo largo del angosto camino, donde se venden algunos refrescos y alimentos ligeros para los caminantes. Finalmente, después de haber subido varios cientos de metros y habiendo dejado atrás las titilantes luces de Mahuayani, llegamos a una colosal depresión entre las montañas. Cánticos, ruido de bandas, pitos, fogatas crepitantes y voces que se alzan al viento me dan la bienvenida al Qoyllur Rit´l, la gran fiesta pagano-religiosa del Perú.
Perdido en la oscuridad y la multitud intento armar la tienda pero el sitio está tan abarrotado de otras carpas y dormideros improvisados que debo conformarme con descansar en una pirca de piedras, ya que dormir es imposible por el ruido producido por los cientos de músicos y altavoces que repican toda la noche. Me acomodo dentro de mi saco de dormir, abrazado a la mochila mientras escucho semi aturdido la voz de una anciana que por altoparlantes agradece al Señor de Qoyllur Rit´l por haber salvado a sus hijos de un aluvión de lodo en una aldea cercana. Más tarde le tocaría el turno a un hombre que gracias a sus rezos pudo llegar sin su silla de ruedas hasta la fiesta; una niña que, habiendo sido muda, ahora podía cantar al viento de los Andes su alegría.
Al alba de ese bullente día despierto bajo una delgada capa de hielo que lo cubre todo, incluso los chamantos y frazadas de las mujeres que preparan alimentos al abrigo relativo que proporcionan fogatas, están duros como metal.
A pesar de ello el panorama es sobrecogedor: miles de peregrinos comienzan a dibujarse entre el humo de las fogatas, los fuegos artificiales y la neblina helada que emana desde el glaciar del Colquepunku. Se recortan contra el brillante hielo con sus banderas, plumas multicolores, látigos, tambores, zumbadoras e instrumentos musicales, por nombrar solo unos pocos utensilios que alcanzo a distinguir. Esta resultaba ser, sin duda, la fiesta de fe más grande que me ha tocado ver. Nunca tal cantidad de bandas, músicos y danzantes con los más variados e ingeniosos atuendos me pude imaginar, los que como olas humanas circulan de un lado a otro por la cuenca del glaciar.
Según me comenta una mamacucha --como se les llama cariñosamente a las ancianas del Perú-- que prepara cuy asado, cada pueblo de la región envía a su propio grupo de bailarines, cada quién con su traje, su máscara y disfraz. Los peregrinos cargan a cuestas sus peticiones: salud, una casa propia, un título profesional, dinero para adquirir un camión o las oraciones suficientes para que sus pecados sean perdonados.
Así, la actividad no se detiene, y algunos comercian dólares de fantasía para la buena fortuna, mientras otros los adquieren para comprar casas de juguete que han levantado algunas mujeres en la ladera de la montaña, y que simbolizan la prosperidad. Por otro sector se tiran cartas para la suerte, o se venden artefactos para lacerarse la piel y auto-castigarse. También aparecen los penitentes, hombres que disfrazados con chamantos y arreos de lana se dan alternadamente latigazos en las piernas. Al comienzo en tono de juego y con algunas sonrisas, pero pronto los ánimos no tardan en agitarse y los latigazos comienzan a ser un verdadero castigo.
Pero la peor parte se la llevan aquellos desposeídos que son sorprendidos robando a los fieles en mitad de la fiesta. Impotente y sin poder hacer mayor cosa, ya que no hay policías en la muchedumbre, vi como uno de estos hombres era castigado por sus coterráneos, los que no dejaron sus látigos de lado y le dieron una paliza ejemplar. Sin embargo, nunca supe si se trataba de una representación o un hecho delictual real, ya que lo enfundaron en un colorido traje y el hombre pronto estaba bailando y cantando.
Con ello queda demostrado, y a pesar de lo que se pudiera pensar, que la escala de valores del hombre Andino es muy diferente y distante a la del hombre urbano, donde la jerarquía de la justicia y el posterior castigo son atributos que escapan al dominio de lo terrenal, ya que prontamente son asumidos por las deidades, quienes se encargarán finalmente de ejercer el bien sobre el mal.
Pero qué había dado origen a esta tradición? Pues nadie parecía poder explicármelo, hasta que llegó a mis manos, proveniente de un grupo de fieles, un manuscrito. De acuerdo con las creencias cristianas un pequeño pastor de alpacas llamado Marianito Mayta fue el primer hombre en ver la aparición de Jesucristo en las faldas del Colquepunku, aproximadamente en el año 1780. Jesús estaba encarnado en un muchacho de cabellos rubios y vestidos de seda, quién acompañó y protegió al pequeño Mayta en las noches cordilleranas. Alrededor de la roca donde se dice que Jesús hizo su aparición levantaron un gran santuario, una iglesia en mitad del valle, y es allí donde los peregrinos en algún momento quieren estar, ya sea para aplacar el intenso frío o para presentar sus respetos al Qoyllur Rit´l. Luego se dirigen a la Roca Sagrada a venerar una imagen pequeña de la Virgen de Fátima. El ritual se repite una y otra vez: antes de poner un pie en el valle los danzantes se enfundan en sus trajes multicolores. Hay pastores, comerciantes, niños y viejos; qollas, chamanes y otros representantes de mundos míticos.
Sin embargo, el protagonista de esta gran ceremonia es el ukuku u oso andino. En la mitología quechua, este animal es el medio de salvación para las almas de los pecadores, seres que han cometido un agravio o pecado mortal. Los incestuosos, los que le han faltado el respeto a sus padres, los “jefes” que explotan a su gente y otros, caen en esta baja categoría. Estos pecadores deben cumplir con la difícil misión de escalar montañas como el Colquepunku con pesados e inapropiadas vestiduras y disfraces, y luego, como si fuera poco, bajar los bloques. Estos "condenados" se ganan la entrada al firmamento al llegar a la cima para ofrecer el hielo al apu sagrado, el espíritu de la montaña, o al fallecer victimas del ataque sorpresivo de un ukuku.
Por consiguiente, el ukuku también es el mediador entre la salud y la enfermedad, la vida y la muerte, la dicha y la desgracia. A pesar de ello, la veneración de los nativos por el oso andino y la creencia en sus poderes sobrenaturales no eran compartidos por los conquistadores españoles. Entre mediados del siglo XVIII y principios del XIX los osos andinos que cruzaban grandes extensiones en su migración anual para alimentarse fueron perseguidos por los descendientes mestizos de los conquistadores, quienes cazaban a estas indefensas criaturas con lanzas, lazos y a caballo hasta llegar a sus madrigueras. Eran muertos para beber su sangre con la creencia que esto les daría vitalidad y fuerza de oso.
Así, los cientos de ukukus que han venido de todos los sitios del Perú, Bolivia e incluso Ecuador, toman un respiro durante el día y comienzan a escalar precariamente el glaciar al caer la tarde. Al llegar a las zonas más cristalinas y duras del hielo cortan grandes trozos con palas y cuchillas y pasan la gélida noche al amparo de pequeñas antorchas y fogatas improvisadas.
En mitad de la noche, habiendo ya armado mi tienda, me asomo con un té caliente entre las manos para observar la vigilia de estos arrepentidos sobre la nieve. No puedo dejar de preguntarme qué los impulsa a creer en su redención, ya que muchos ukukus regresan año tras año al glaciar para purgar pecados que, según ellos, el señor de Qoyllur Rit´l sin duda sabrá perdonar.
Al despuntar el alba las antorchas se apagan y la actividad en las alturas se reanuda. Los ukukus cargan en sus espaldas los trozos de hielo y comienzan el peregrinaje hacia las tierras bajas. A su vez, los concurrentes que han pasado las horas de oscuridad cerca de la iglesia comienzan a subir para alentar a los osos con gran algarabía. De manera simbólica, los peregrinos toman el hielo de los condenados y, al hacer esto, reconocen al oso andino como eslabón entre el mundo de los vivos y el inframundo. Perfecto sincretismo entre las doctrinas, fe cristiana en amalgama con las más primigenias tradiciones ancestrales de los Andes.
Sin embargo el precio es alto y cada año en Qoyllur Rit´l mueren algunos fieles, generalmente ancianos o niños, por el esfuerzo que significa pero también por el medio inclemente al que las montañas los somete. Diría que casi es motivo de orgullo para el hombre altiplánico el haber perdido algún familiar en las faldas del Colquepunku. Resulta ser entonces un honor morir en tan religiosa celebración y los caídos serán recordados y venerados para siempre.
Han pasado los días y el agua y los alimentos escasean, la fatiga lentamente se manifiesta en los rostros de los replicantes y se puede advertir en el aire una extraña sensación de ansiedad. De pronto, los petardos y bandas comienzan a callar y la multitud a empacar sus pertenencias y víveres sobrantes. Por aquí y por allá se castiga a algún infiel, pero todo parece haber concluido, como si el Santo venerado se hubiese retirado del lugar hacia su morada celestial. Se inicia entonces el gigantesco éxodo, y ya todos quieren, como si alguien lo hubiese estipulado, regresar a sus aldeas y comarcas de origen. Banderas peruanas guían el lento descenso de los miles de peregrinos hacia el pueblo de Mawayani, desde donde enfilan a casa en cientos de autobuses y camiones que van dejando una polvorienta estela. Algunos fieles depositan su gélida carga en la Catedral de Cusco, otros en el Templo al Agua que hay en Tipón, los menos en Abancay y así: la fiesta comienza bajo el Colquepunku pero termina en el Perú entero. Se han derramado lágrimas, suplicas, ofrendas y hasta vidas humanas; el Qoyllur Rit´l ha terminado y esperará pacientemente la próxima noche cercana al solsticio de invierno, el año siguiente.